Conviene
agradecer a la periodista Olga Agüero, de Diario.es, que haya
recuperado un episodio que muchos prefieren olvidar. Su reportaje recuerda
cómo, hace cuatro décadas, el Ayuntamiento compró el viejo campo para
derribarlo y crear un parque que compensara el exceso de edificabilidad de Feygon,
auténtico beneficiario de una maniobra que, vista en perspectiva, encaja en
todas las definiciones de “pelotazo urbanístico”.
Detrás de
aquella operación hubo acuerdos políticos transversales, silencios cómplices y
decisiones que transformaron un solar deportivo en un terreno urbanizable. Un
embargo pactado permitió adquirir el Racing a precio de saldo, remodelarlo y,
finalmente, demolerlo para justificar unas zonas verdes que no respondían a una
demanda ciudadana, sino a una necesidad administrativa: regularizar un exceso
de volumetría ya consumado.
Quizá por
eso no sorprende la inquietud de la actual corporación municipal ante el nuevo
proyecto para el estadio. La posible ampliación edificatoria y la explotación
futura de los locales comerciales previstos despiertan un déjà vu inevitable.
En Santander conocemos bien cómo empiezan estas historias… y cómo suelen
terminar.
El futuro
del Sardinero está aún por decidir, pero recordar lo que ya ocurrió no es un
ejercicio de nostalgia: es una obligación democrática. Reportajes como el de
Olga Agüero son necesarios porque devuelven a la memoria colectiva episodios
que no deben repetirse. La ciudad tiene cicatrices —los Campos de Sport, el Río
de la Pila, el Teatro Pereda— y solo se curan reconociéndolas, no ocultándolas.
Santander no puede permitirse otro capítulo de improvisación interesada. Esta vez, la transparencia debe ser tan sólida como los cimientos que se proyecten sobre ese suelo. Sólo así la ciudad aprenderá, de una vez por todas, a cerrar sus viejas heridas.



















