El Choclo es
uno de esos tangos criollos que parecen desafiar al tiempo. Compuesto en 1903
por Ángel Villoldo, sigue sonando en milongas de todo el mundo y basta escuchar
sus primeros compases para que el ánimo se eleve.
El Club del
Tango Cambalache recoge una curiosa anécdota sobre el origen del título: en una
pensión llamada El Pinchazo se servía un gran puchero del que los parroquianos
extraían lo más apetecible, el choclo. De ahí el nombre, tomado de ese alimento
simple y sustancioso, cargado de vitaminas y minerales, que en el imaginario
popular se vuelve símbolo de lo más sabroso y buscado.
Pero fue la
versión de Enrique Santos Discépolo, en 1947, la que dio al tango su dimensión
poética más profunda. En su letra, El Choclo deja de ser solo una melodía
festiva y se convierte en una metáfora del tango mismo, entendido como un
estilo de vida. Es la música del “burlón y compadrito”, compañero de la
ambición y de los sueños de salir del barrio “buscando el cielo”. Es también
conjura de amor y esperanza, mezcla de dolor, rabia y fe, todo envuelto en ese
ritmo juguetón que llora y ríe a la vez.
En sus
versos resuenan las calles de Buenos Aires, las “paicas y las grelas” que
compartieron la milonga, y la nostalgia de un mundo que se despide.
Carancanfunfa se hace a la mar con tu bandera, dice Discépolo, entrelazando
París con el Puente Alsina y brindando con un trago de Pernod. El tango, que
nació en los conventillos y ardió en la pasión de los compadritos, ahora viaja
al extranjero para enseñar a bailar lo que fue primero vivencia popular y
poesía de arrabal.
El
milonguero —ese “triste compadre del gavión y de la mina”, bacán seductor y a
menudo farsante— aparece como figura central. Hombre de cuchillo a la cintura,
habituado a las juergas, ardió en los patios de los conventillos y hoy se
marcha, llevando consigo el tango como bandera. Discépolo parece despedirlo con
afecto y cierta incertidumbre, deseándole éxito en su viaje a Europa, pero
también recordándole las raíces que deja atrás: las mujeres de pollera recta,
los guapos del barrio, las calles encendidas de pasión y peligro.
Así, El
Choclo se vuelve más que un tango: es un testimonio del desarraigo y la
esperanza, un canto de despedida que encierra la tristeza de lo que se deja y
la ilusión de lo que se busca. Una misa profana de faldas, querosén, tajo y
cuchillo, que arde en los conventillos y en el corazón.
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