Hablar de la
poética del tango es hablar de Homero Expósito, poeta y letrista que supo unir
la prosa con el tango–canción, dotando a cada verso de una hondura literaria
poco común. Sus letras se convirtieron en verdaderos poemas, capaces de elevar
la canción popular al rango de arte mayor.
Entre ellas,
resplandece Naranjo en flor (1944), una obra que condensa en apenas cuatro
estrofas la fragilidad del amor y el desgarro del abandono. Allí, Expósito
describe a la mujer amada como “agua blanda y fresca, con aroma a naranjo en
flor”, evocando un instante perdido en una calle cualquiera, donde quedó un
pedazo de vida sin explicación ni consuelo.
La canción
avanza como un itinerario del corazón: primero sufrir, luego amar, más tarde
partir… y al final quedar atrapado entre el perfume del naranjo y las promesas
vanas que se deshicieron en el viento. Es la pedagogía amarga de la
experiencia, la enseñanza que solo el dolor deja grabada.
El poeta
vuelve una y otra vez sobre la memoria de la felicidad perdida. La llama
“eterna y vieja juventud”, esa ilusión que quedó trunca y que ahora acobarda,
como “un pájaro sin luz”. La metáfora final es un lamento desgarrador: manos
que se preguntan qué hicieron para merecer tanto dolor, allí, en la vieja
arboleda, en la esquina que guarda un pedazo de vida.
Como en
tantos tangos, Naranjo en flor vuelve al territorio de las promesas incumplidas
y del amor que se desvanece. Pero aquí, Homero Expósito lo viste de perfume y
nostalgia, dejando flotando en el aire la esencia de una poesía que sobrevive
al tiempo, como ese naranjo que florece aunque el viento arrastre sus
recuerdos.
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