¿Qué saben
los pitucos, presumidos y relamidos? ¿Qué saben los acicalados, finolis,
shushetas, alcahuetes y soplones?
Nada saben
de la elegancia ni del sentimiento que late en el tango. Esa es la pregunta que
se hizo en 1942 Elizardo Martínez Vilas, más conocido como Marvil, al escribir
su tango inmortal Así se baila el tango. En sus versos coloca a cada uno en su
sitio: a los que presumen de la nada, y a los otros, los que hacen del tango un
arte íntimo y profundo.
Frente a los
arrogantes incapaces de seguir el compás, se levantan los verdaderos
bailarines, esos que pintan la silueta y dibujan filigranas, entrelazando
figuras en un abrazo sentido. Marvil les habla a ellos, a los que viven el
tango desde la piel hacia adentro, como un latido compartido.
El tango nos
dice que debe sentirse en la cara, que la sangre sube con cada compás, mientras
el brazo se enrosca en el talle de la pareja como una serpiente a punto de
quebrarse. Y que nunca ha de faltar la cita con la música: los violines
dialogan con el fuelle del bandoneón, mezclando alientos que invitan a cerrar
los ojos para escuchar mejor. Esa es la música que Malena no cantó, pero que
vive en cada rincón de la pista.
Así se baila
el tango es, en definitiva, un himno contra la vanidad y a favor del
sentimiento. Una pauta clara de cómo bailar sin perder la emoción, renunciando
al artificio exagerado para abrazar la esencia de este arte popular.
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