22 nov 2022

El abrazo y la “tanda” en la milonga

 

La tanda no es solo un puñado de tangos que se suceden en la pista. Es un viaje breve, una historia de tres capítulos que se escribe en silencio, entre miradas, pasos y abrazos. Para quien musicaliza, apenas es un bloque de canciones ordenadas con cuidado. Para quienes bailan, puede convertirse en un encuentro irrepetible, intenso y cargado de matices.

El primero de la tanda abre la puerta. Es el momento del descubrimiento, del tanteo. Dos cuerpos que quizá nunca se habían abrazado se buscan, se reconocen, se acomodan al pulso de la orquesta. Allí se rompe el hielo, y empieza a nacer la confianza.

El segundo tango trae el despliegue. Las caminatas se alargan, los giros encuentran su equilibrio, los adornos se vuelven diálogo. Es el centro de la historia: la danza fluye con naturalidad y cada movimiento revela algo del otro. La música invita a lucirse, sí, pero sobre todo a escuchar y responder.

Y entonces llega el tercero, a veces el cuarto. Ya no hace falta pensar: lo que surge es sentimiento puro. El tango se vuelve confesión, susurro, complicidad. Los pasos se cargan de emoción y la pareja habita un espacio donde lo técnico deja de importar: solo existe la sensación de estar compartiendo algo único.

Al terminar, la tanda se cierra como se cierran los relatos que dejan huella. Acompañar a la pareja de regreso a su mesa es más que un gesto de cortesía: es un agradecimiento silencioso, un reconocimiento a lo vivido. Porque lo que comenzó como “una tanda más” se transforma, en el corazón de los milongueros, en un recuerdo que late con intensidad y sensualidad, difícil de comparar con cualquier otro.


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