La tanda no
es solo un puñado de tangos que se suceden en la pista. Es un viaje breve, una
historia de tres capítulos que se escribe en silencio, entre miradas, pasos y
abrazos. Para quien musicaliza, apenas es un bloque de canciones ordenadas con
cuidado. Para quienes bailan, puede convertirse en un encuentro irrepetible,
intenso y cargado de matices.
El primero
de la tanda abre la puerta. Es el momento del descubrimiento, del tanteo. Dos
cuerpos que quizá nunca se habían abrazado se buscan, se reconocen, se acomodan
al pulso de la orquesta. Allí se rompe el hielo, y empieza a nacer la
confianza.
El segundo
tango trae el despliegue. Las caminatas se alargan, los giros encuentran su
equilibrio, los adornos se vuelven diálogo. Es el centro de la historia: la
danza fluye con naturalidad y cada movimiento revela algo del otro. La música
invita a lucirse, sí, pero sobre todo a escuchar y responder.
Y entonces
llega el tercero, a veces el cuarto. Ya no hace falta pensar: lo que surge es
sentimiento puro. El tango se vuelve confesión, susurro, complicidad. Los pasos
se cargan de emoción y la pareja habita un espacio donde lo técnico deja de
importar: solo existe la sensación de estar compartiendo algo único.
Al terminar,
la tanda se cierra como se cierran los relatos que dejan huella. Acompañar a la
pareja de regreso a su mesa es más que un gesto de cortesía: es un
agradecimiento silencioso, un reconocimiento a lo vivido. Porque lo que comenzó
como “una tanda más” se transforma, en el corazón de los milongueros, en un
recuerdo que late con intensidad y sensualidad, difícil de comparar con
cualquier otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario