El tango,
con su verbo filoso y sentimental, es un espejo del arrabal y de la vida que lo
habitó. En sus letras desfilan personajes que, entre el descaro y la ternura,
encarnan los arquetipos de un mundo de pasiones extremas. El Llorón, el Niño
Bien, el Haragán, el Garufa y el Apache Argentino son parte de esa galería
entrañable donde la ficción y la realidad se confunden al compás del dos por
cuatro.
El
Llorón, en la pluma de Enrique Cadícamo, se
disfraza de debilidad para conquistar. Lo llaman “el picaflor del Norte”, y
como un colibrí de tierras bajas, vuela de mujer en mujer con un arma
inesperada: las lágrimas fingidas. Sabe que el llanto enternece, y lo usa como
estrategia seductora, sin importarle la burla ajena. Entre flores y palabras
dulzonas, mientras juega al trompo y al talle, el Llorón se convierte en un
artista del engaño amoroso. Nadie se le resiste, porque en el arte de enamorar,
él siempre lleva la ventaja.
Muy distinto
es el Niño Bien, figura ridiculizada en el tango que desnuda la
falsedad del engrupido. Se viste de seda y gomina, fuma tabaco inglés, se corta
las patillas a lo Valentino y presume de modales finos. Pero bajo la corbata
cara, se esconde la hilacha: nació en un bulín alumbrado a kerosén, hijo de un
vendedor de fainá. Su linaje, más turbio que ilustre, contradice la careta de
gran señor que intenta sostener. El tango, implacable, lo despoja de toda
máscara y lo devuelve a la realidad: la del suburbio y la mentira.
El Haragán,
de Manuel Romero y Luis Bayón Herrera, representa a quienes hacen del ocio un
destino. Gandul por convicción, sueña con ser sultán, pero el tango lo
despierta de su modorra con ironía y reproche. Su mujer, cansada de mantenerlo,
le recuerda el mandato del casorio: sostener al hogar. Él, en cambio, lo
interpretó al revés. Por eso lo despide al campo, a “cachar giles”, porque en
el amor, como en la vida, no se puede vivir solo del cuento.
El Garufa, creación de Juan Antonio Collazo Patalagoiti, es el milonguero elegante y bullanguero que cumple con su trabajo de día y estalla en la fiesta de noche. Hombre de fin de semana, cae en la milonga como rey indiscutido, vareador de mujeres y bailarín capaz de marcar desde la Marsellesa hasta el Trovador. Su madre lo llama bandido, la gente lo ve como rana fenomenal. Y, sin embargo, tras la jarana, regresa a casa con modestia: café con leche y una ensaimada. El Garufa es el espejo de la doble vida porteña: trabajador común en la semana, bacán deslumbrante en el sábado de gloria.
Por último, se alza el Apache Argentino, personaje de Manuel Aroztegui. Es el milonguero bravo, de mirada altiva y coraje intacto. Desheredado de fortuna, pero noble de corazón, se juega la vida en defensa del amor. Astuto, diestro con el puñal, se enfrenta sin temor a proxenetas y malevos. El tango lo pinta como símbolo de una raza fuerte, mezcla de valentía y honor, para quien ultrajar lo querido equivale a sellar la sentencia con sangre.
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