No hay
palabra más profunda en el tango que el silencio del abrazo.
Ese momento
en que dos cuerpos —a veces extraños— se encuentran sin decirse nada y, aun
así, se lo confían todo: el pulso, el equilibrio, el tiempo.
No se hacen
preguntas. No prometen nada. Solo comparten un instante donde el cuerpo escucha
lo que la razón calla.
En el abrazo
cerrado sucede algo que no se enseña. Es una forma de estar, una manera de
decirle al otro: aquí estoy, sin máscaras ni pretensiones. No busca poseer,
sino comprender. Es refugio y espejo. En él, cada uno trae su historia, sus
miedos, sus silencios... y aun así abre un pequeño espacio para el otro.
Porque la
cercanía no se mide en centímetros, sino en presencia.
Bailar así
es aceptar que el otro existe, que durante unos compases mi paso depende del
suyo, y el suyo del mío. Es una conversación sin palabras, donde el respeto
marca el ritmo y la confianza sostiene el equilibrio.
No hay
exhibición ni aplauso. Solo un pacto silencioso: caminar juntos una música que
ya estaba antes de nosotros y seguirá después.
Y en ese
instante, cuando el abrazo se cierra y el mundo desaparece, el tango nos
recuerda algo esencial: que el ser humano no baila para brillar, sino para no
sentirse solo.
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